La existencia de Palestina
Cuando tenía 18 años mi mamá me compró un pasaje para irme a trabajar de voluntaria
por seis meses en un Kibbutz en Israel. Ni siquiera había andando sola en bus
en Cali, la ciudad donde nací y fui criada. Me monté borracha al avión, venía
de mi fiesta de grado. Hice escala en Caracas, donde conocí un chino proxeneta
que quiso llevarme de prostituta a su país. Hablamos sentados en el piso
durante las nueve horas de vuelo de Caracas a Ámsterdam. Él, su pinta exótica,
su Biblia escrita en chino, su capacidad histriónica y yo hicimos clic. Para
llevarme me propuso botar a la basura mi pasaje a Israel, aceptar el que él me
iba a comprar a la China, presentarme a sus papás y vivir felices por siempre.
Como no quise aceptar por más que insistiera, lloró en la plazoleta de comidas
del aeropuerto de Ámsterdam. No es un decir, vi lágrimas rodando por sus
mejillas. Aunque tanta pasión repentina me haya parecido sospechosa, por un
segundo pensé en irme con él. Si no lo hice fue porque estaba muy contenta con
mi viaje a Israel y prefería quedarme con el riesgo ya conocido y tantas veces
imaginado, no porque pensara que fuera un proxeneta. Yo le creí que se había
enamorado de mí. Le tomé una foto, fue la única que salió velada de ese y todos
los rollos del viaje.
El viaje estuvo repleto de encuentros con ese tipo con hombres, árabes todos, que querían con pasión irracional y repentina que me fuera con ellos: para casarnos, para mostrarme algo, para ser amigos, para venderme cosas. Miles de opciones. Es tal la intensidad de estos señores que al final yo decidí desconfiar de todos. Ya no los miraba intentando descifrar sus verdaderas intenciones, no respondía sus preguntas, si me perdía daba vueltas en círculos por los callejones de las ciudades, pero no le hablaba a nadie. Cuando decidí eso ya había pasado por un par de aprietos por el simple hecho de haberle dirigido la palabra a alguien. Siempre hombres, las mujeres eran imágenes distantes, esculturas de seres mitológicos.
En un viaje que hice al norte de Israel, llegué a una ciudad llamada Acre. Es una ciudad amurallada en la costa del Mediterráneo. Ahora pertenece al estado de Israel, pero la impresión que me dio es que todavía era mayoritariamente palestina. No estaba en guerra, aunque la guerra estuviera a un paso de distancia. Me gustó muchísimo la ciudad, me pareció tranquila a pesar del constante acoso, y decidí quedarme más tiempo del previsto. Mi rutina simplemente consistía en caminar por ahí, conociendo construcciones antiguas, o no tan antiguas, ver a la gente, al mar, comer algo comprado en la tienda de la esquina del hostal y, antes del anochecer, entrarme al cuarto no fuera que algún pervertido me hiciera algo. El último día, al medio día, entré a la tienda de la esquina a ver qué compraba para almorzar. Seguramente me iba a hacer un sándwich muy barato porque estaba con poca plata. Cuando estaba escogiendo, entraron dos jóvenes de mi edad y me preguntaron si era extranjera. Uno de ellos hablaba inglés y le traducía todo al otro, que solo hablaba árabe. El hecho de no poder hablar con ningún local me frustraba mucho, todo el tiempo que estuve en la ciudad sentí esa frustración. Era como estar viendo la ciudad desde lejos, pero no teniendo la vivencia. Sostuve una conversación con ellos. Cuando se enteraron de que estaba planeando almorzar me invitaron a su casa, dijeron que venían de pescar su almuerzo y lo estaban preparando. Que por favor aceptara la invitación y que después me podía ir tranquila, que no iban a insistir para que me quedara más tiempo, que simplemente querían tener una atención conmigo y que conociera su casa. Los árabes son las personas más hospitalarias que he conocido. Ya había tenido experiencias positivas en ese sentido y algo me dijo que podía aceptar.
La casa era de tres pisos. Pasamos muy rápido por los dos primeros. En el segundo solo alcancé a ver una sala de televisión y los ojos extrañados de una mujer mirándome desde el sofá. El tercer piso era una terraza con vista al mar y a una parte de la ciudad. En la terraza solamente había una estufa de dos boquillas con una olla llena de aceite hirviendo. Nos sentamos en el suelo, alrededor de la estufa. Improvisaron una silla para mí, con papel periódico. Lo que estaban fritando eran muelitas de cangrejo y a la tienda habían ido a comprar una gaseosa. Improvisaron platos también con papel periódico. Creo que hasta ahora ese ha sido uno de los mejores almuerzos de mi vida. En realidad trato de acordarme de los otros mejores almuerzos de mi vida y no tiene competencia. Me preguntaron por mi país, les conté que Colombia era un país que también estaba en guerra. Me preguntaron por qué y les dije que porque había mucha injusticia social y narcotráfico. Ellos me dijeron que en Palestina también había mucha injusticia social. Y me explicaron que la razón por la que me habían invitado era porque ellos querían mostrarme que los palestinos no eran lo que los medios querían vender. Que en realidad estaban viviendo una injusticia muy grande y que ellos querían luchar para que se supiera. Que los judíos se habían apropiado a la fuerza de su tierra, que muchos de ellos tuvieron que irse a otros países, que muchos han perdido a su familia. Que los atacan con armas poderosas mientras ellos no tienen cómo defenderse. Que le venden al mundo la imagen de que los palestinos son terroristas, mientras se aprovechan de su posición, los matan y los roban. Me pidieron que cuando volviera a mi país le contara a la gente eso que me estaban diciendo.
Eso fue todo. Yo les agradecí y me fui para el hostal sintiendo que ya podía seguir con mi viaje. Ellos cumplieron su palabra de no insistir demasiado, de simplemente mostrarme "el lado bueno" de Palestina. La existencia de Palestina.
El viaje estuvo repleto de encuentros con ese tipo con hombres, árabes todos, que querían con pasión irracional y repentina que me fuera con ellos: para casarnos, para mostrarme algo, para ser amigos, para venderme cosas. Miles de opciones. Es tal la intensidad de estos señores que al final yo decidí desconfiar de todos. Ya no los miraba intentando descifrar sus verdaderas intenciones, no respondía sus preguntas, si me perdía daba vueltas en círculos por los callejones de las ciudades, pero no le hablaba a nadie. Cuando decidí eso ya había pasado por un par de aprietos por el simple hecho de haberle dirigido la palabra a alguien. Siempre hombres, las mujeres eran imágenes distantes, esculturas de seres mitológicos.
En un viaje que hice al norte de Israel, llegué a una ciudad llamada Acre. Es una ciudad amurallada en la costa del Mediterráneo. Ahora pertenece al estado de Israel, pero la impresión que me dio es que todavía era mayoritariamente palestina. No estaba en guerra, aunque la guerra estuviera a un paso de distancia. Me gustó muchísimo la ciudad, me pareció tranquila a pesar del constante acoso, y decidí quedarme más tiempo del previsto. Mi rutina simplemente consistía en caminar por ahí, conociendo construcciones antiguas, o no tan antiguas, ver a la gente, al mar, comer algo comprado en la tienda de la esquina del hostal y, antes del anochecer, entrarme al cuarto no fuera que algún pervertido me hiciera algo. El último día, al medio día, entré a la tienda de la esquina a ver qué compraba para almorzar. Seguramente me iba a hacer un sándwich muy barato porque estaba con poca plata. Cuando estaba escogiendo, entraron dos jóvenes de mi edad y me preguntaron si era extranjera. Uno de ellos hablaba inglés y le traducía todo al otro, que solo hablaba árabe. El hecho de no poder hablar con ningún local me frustraba mucho, todo el tiempo que estuve en la ciudad sentí esa frustración. Era como estar viendo la ciudad desde lejos, pero no teniendo la vivencia. Sostuve una conversación con ellos. Cuando se enteraron de que estaba planeando almorzar me invitaron a su casa, dijeron que venían de pescar su almuerzo y lo estaban preparando. Que por favor aceptara la invitación y que después me podía ir tranquila, que no iban a insistir para que me quedara más tiempo, que simplemente querían tener una atención conmigo y que conociera su casa. Los árabes son las personas más hospitalarias que he conocido. Ya había tenido experiencias positivas en ese sentido y algo me dijo que podía aceptar.
La casa era de tres pisos. Pasamos muy rápido por los dos primeros. En el segundo solo alcancé a ver una sala de televisión y los ojos extrañados de una mujer mirándome desde el sofá. El tercer piso era una terraza con vista al mar y a una parte de la ciudad. En la terraza solamente había una estufa de dos boquillas con una olla llena de aceite hirviendo. Nos sentamos en el suelo, alrededor de la estufa. Improvisaron una silla para mí, con papel periódico. Lo que estaban fritando eran muelitas de cangrejo y a la tienda habían ido a comprar una gaseosa. Improvisaron platos también con papel periódico. Creo que hasta ahora ese ha sido uno de los mejores almuerzos de mi vida. En realidad trato de acordarme de los otros mejores almuerzos de mi vida y no tiene competencia. Me preguntaron por mi país, les conté que Colombia era un país que también estaba en guerra. Me preguntaron por qué y les dije que porque había mucha injusticia social y narcotráfico. Ellos me dijeron que en Palestina también había mucha injusticia social. Y me explicaron que la razón por la que me habían invitado era porque ellos querían mostrarme que los palestinos no eran lo que los medios querían vender. Que en realidad estaban viviendo una injusticia muy grande y que ellos querían luchar para que se supiera. Que los judíos se habían apropiado a la fuerza de su tierra, que muchos de ellos tuvieron que irse a otros países, que muchos han perdido a su familia. Que los atacan con armas poderosas mientras ellos no tienen cómo defenderse. Que le venden al mundo la imagen de que los palestinos son terroristas, mientras se aprovechan de su posición, los matan y los roban. Me pidieron que cuando volviera a mi país le contara a la gente eso que me estaban diciendo.
Eso fue todo. Yo les agradecí y me fui para el hostal sintiendo que ya podía seguir con mi viaje. Ellos cumplieron su palabra de no insistir demasiado, de simplemente mostrarme "el lado bueno" de Palestina. La existencia de Palestina.
Encantador. Debería escribir más a menudo.
ResponderEliminarGracias. Me recordó mi propia experiencia con los hombres árabes mis primeros tiempos en Europa. Exactamente así. Si uno dice 'soltera' ellos se dicen 'es mía, yo me la encontré' y no hay forma de convencerlos amablemente de lo contrario.
ResponderEliminarHoy vi esta comparación fotográfica de los muros de Berlín y Palestina
http://www.palestinalibre.org/articulo.php?a=40158&utm_source=Newsletter&utm_campaign=b83261b11c-20120818&utm_medium=email
Mil gracias Fredy y Mónica por los comentarios.
ResponderEliminarAquí hay un documental muy bueno sobre el conflicto árabe-israelí visto por lo niños, vale mucho la pena verlo:
https://www.youtube.com/watch?v=V6KrO7Ncz8I&feature=related
Y un artículo más reciente http://www.nytimes.com/2012/08/21/world/middleeast/7-israelis-held-in-attack-on-palestinians-in-jerusalem.html?_r=1&pagewanted=all
Qué nota de viaje y qué belleza de post, Ángela.
ResponderEliminarEso que decís de las mujeres distantes, como imágenes, me lo han dicho varios amigos que han ido a Palestina, Israel o países cercanos.
Lo de querer mostrar "el lado amable" lo hacemos mucho en Colombia también, ¿no?
Gracias, Lalu. También lo hacemos en Colombia todo el tiempo sí, fue bueno estar del otro lado.
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