Mis días de pinche

En el lugar donde fui pinche había un bosque que todos los días ardía. Un bosque en el desierto. Solo tengo un recuerdo claro de los árboles, sé que eran grandes y muy acogedores. El naranja intenso del cielo constrastaba con un azul que se iba diluyendo entre violetas y verdes. En ese horario los árboles eran manchas negras e imponentes. Entre sus siluetas resaltaba ese reguero accidental de colores que el sol despedía antes de perderse. Yo me paraba en el medio de ese bosque y sin saber saboreaba la soledad. Para mí no era más que belleza. Hay lugares que parece que hablaran. En realidad vibran. Y la parte de nosotros que recibe esa vibración no sabe qué es belleza, ni inmensidad, ni ocre. No entiende de palabras.

En ese lugar que no entiende de palabras fui pinche. Era una vida sencilla, rutinaria y completamente plena. Solo duró tres meses. Después pedí transferencia a otra cocina, donde los oficios eran más variados. Aquí, en la cocina del hotel, yo trabajaba en la sección de ensaladas. Mi compañera era Olga, una polaca que antes cuidaba ancianos en Inglaterra. También había un argentino emproblemado, que hacía las ensaladas. Nosotras nos limitábamos a cortar pepinos y tomates para el bufé. Olga pepinos y yo tomates. Nuestro jefe, el chef de ensaladas, era un árabe alto, delgado, con bigote. Al principio yo le caía mal porque mi inglés era pésimo y él le tenía mucha confianza al suyo. Olga me tenía que repetir todo lo que él decía, despacio y con toda la delicadeza que pueda concebirse en una persona. Con el tiempo dejó de ignorarme, creo que hasta le caí bien. Me regañaba por pararme mal mientras cortaba los tomates, decía que se me iba a dañar la espalda. 

Lo mejor del trabajo de pinche, o lo más gracioso, era el uniforme. Olga y yo éramos las únicas mujeres de la cocina, los chefs nos tenían que recibir por "órdenes superiores". Era una bulla y un alboroto constantes esa cocina, que además era inmensa. Todos los empleados eran árabes. Gritos, risas, sonidos guturales, ollas y demás utensilios retumbando. Me demoré mucho tiempo en entender que los tipos no estaban peleando, que simplemente eran así. Olga y yo llegábamos antes de que saliera el sol, nos poníamos los uniformes blancos que nos quedaban tres tallas grandes y trabajábamos picando nuestras respectivas legumbres hasta las nueve y media de la mañana, cuando hacíamos la primera pausa para desayunar. Después de desayunar seguíamos picando más o menos hasta medio día, cuando ayudábamos al argentino con oficios varios y organizábamos el bufé de ensaladas. Con esos uniformes iba a ser muy difícil levantarse al chef de postres, que es uno de los hombres más hermosos que he visto en la vida. Yo no era ni siquiera capaz de mirarlo. Sé que es uno de los hombres más hermosos del planeta porque lo vi de reojo muchas veces. Y porque hacía unos postres deliciosos. Lo  más atractivo en los árabes son los ojos: son grandes, profundos y tienen las cejas gruesas y pobladas. El chef de ensaladas además era joven, alto, fuerte y tenía una sonrisa matadora. También era tranquilo, a diferencia de los demás cocineros y chefs. Se veía que hacía su trabajo con amor.

A las tres de la tarde quedábamos libres y almorzábamos en el restaurante del hotel. Yo me iba para mi cuarto a leer, mientras llegaba la hora del atardecer. A esa hora llegaban los otros integrantes del grupo y nos íbamos a pasear o a conversar en el mirador que quedaba cerca del bosque. Y así transcurrían mis días. No les cogí fastidio a los tomates. Al contrario, les cogí cariño. Hasta hoy, varios años después, cada vez que siento el olor de un tomate maduro viene la tranquilidad de mis días de pinche.


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