Buscar
Esto me trajo un recuerdo entre angustiante y bonito. Cuando tenía once años me escribí una carta a mí misma cuando tuviera cuarenta años. La carta la boté cuando tenía 24, más o menos. He pensado algunas veces por qué la boté y por qué boté un mundo de cosas a esa edad. Todas mis memorias escritas, entre otras. Tengo ideas, pero ese no es el asunto. El asunto es que, aunque la haya botado, el contenido de la carta no se me olvidó. Lo voy a dejar aquí consigando para leerlo cuando tenga cuarenta años, qué tal que se me olvide (aunque lo dudo). Tal vez a alguien le pueda interesar también, quién sabe.
Lo que decía la carta se puede resumir en lo siguiente. Por nada del mundo pierda la alegría. No se amargue por cosas que no tienen importancia. Recuerde que se va a morir. No deje de asombrarse. Recuerde siempre qué es lo importante en la vida y qué no. No pierda la alegría.
Era eso. Lo más importante era lo de la alegría. Yo no quería (ni quiero) ser una persona amargada. Yo sabía que eso podía pasar y ya estaba pasando de alguna forma. Sabía que de alguna forma era inevitable, pero también sabía que había una especie de llave para evitar que eso dominara mi vida. Y era la perspectiva (qué es lo importante y qué no). La perspectiva puede ser accionada por el pensamiento de la muerte y por el asombro. Frente al hecho de estar viva, de estar involucrada en una realidad absolutamente incomprensible y misteriosa y excepcional y rara y difícil pero al mismo tiempo maravillosa, el hecho de (digamos) uno de los hijos haber regado toda la jarra del jugo en la mesa del comedor y haber manchado el mantel era absolutamente insignificante. No habría que darle importancia. Ese ejemplo del jugo lo puse en la carta y me regañaba a mí a los cuarenta años por darle importancia a semejante idiotez. Sí, la carta tenía un tono de regaño que en realidad era de desahogo.
Después de recordar la carta y pensar en reescribir aquí el contenido, y después de recuperarme más o menos de todas las emociones que ese recuerdo me produjo, pensé qué me quiero decir hoy, a los treinta años, a mí misma cuando tenga cuarenta. Lo único que se me ocurre decirme es que no deje de buscar. Lo que vine a hacer a este mundo fue buscar, conocer y aprender cosas. Entonces a los cuarenta (y siempre) hay que seguir buscando.
Lo que decía la carta se puede resumir en lo siguiente. Por nada del mundo pierda la alegría. No se amargue por cosas que no tienen importancia. Recuerde que se va a morir. No deje de asombrarse. Recuerde siempre qué es lo importante en la vida y qué no. No pierda la alegría.
Era eso. Lo más importante era lo de la alegría. Yo no quería (ni quiero) ser una persona amargada. Yo sabía que eso podía pasar y ya estaba pasando de alguna forma. Sabía que de alguna forma era inevitable, pero también sabía que había una especie de llave para evitar que eso dominara mi vida. Y era la perspectiva (qué es lo importante y qué no). La perspectiva puede ser accionada por el pensamiento de la muerte y por el asombro. Frente al hecho de estar viva, de estar involucrada en una realidad absolutamente incomprensible y misteriosa y excepcional y rara y difícil pero al mismo tiempo maravillosa, el hecho de (digamos) uno de los hijos haber regado toda la jarra del jugo en la mesa del comedor y haber manchado el mantel era absolutamente insignificante. No habría que darle importancia. Ese ejemplo del jugo lo puse en la carta y me regañaba a mí a los cuarenta años por darle importancia a semejante idiotez. Sí, la carta tenía un tono de regaño que en realidad era de desahogo.
Después de recordar la carta y pensar en reescribir aquí el contenido, y después de recuperarme más o menos de todas las emociones que ese recuerdo me produjo, pensé qué me quiero decir hoy, a los treinta años, a mí misma cuando tenga cuarenta. Lo único que se me ocurre decirme es que no deje de buscar. Lo que vine a hacer a este mundo fue buscar, conocer y aprender cosas. Entonces a los cuarenta (y siempre) hay que seguir buscando.
Uno no puede buscar lo que ya es de uno o ya es evidente. Las certezas absolutas son incompatibles con la búsqueda. El apego impide la búsqueda.
ResponderEliminaryo también boté un montón de cosas a los 24: cartas, diarios, intentos de cuentos que tenía en el computador, regalé casi 2/3 de mis libros... No sé qué me diría a mí misma a los 40, ¿"no se duerma"?
ResponderEliminarMe parece buen consejo.
ResponderEliminar