Morirse uno de miedo
«Padecer gran
miedo por recelo de una cosa adversa, o por ser pusilánime».
Diccionario de la Lengua
Española (1947).
Está aquí, encima de mí, dentro de mí, a mi alrededor. El miedo es mudo, se camufla, me caza y no me había dado cuenta. Pero ya me di cuenta y tal vez eso sea un avance, o tal vez dé igual. Siempre he vivido con miedo y me demoré media vida en nombrarlo. Lo nombro ahora, por escrito, con la esperanza de que eso lo destiña al menos un poco. El miedo se enquista y se va convirtiendo en otras cosas: rabia, angustia, asfixia, dolor, confusión, mareo, insomnio, ansiedad, etc. Hasta que un día lo descubro, lo miro de reojo y él se escabulle, astuto, pero sabe que no tiene escapatoria, aunque yo no sepa cómo aprovechar esa ventaja. Quién sabe si exista. La mecánica del miedo es tan enredada que muchas veces he sido valiente de puro pavor. No es un juego de palabras, estoy convencida de eso. Tengo la teoría de que es imposible huir de la vida: no hay manera de escapar de un peligro, real o imaginado, sin entregarse a otro, aunque a veces ese otro tenga apariencia de refugio o sea, en efecto, un auténtico refugio. Como lanzarse al mar desde un acantilado, porque una fiera está al acecho.
Escribo esto a trancazos; así responden mis manos. Las manos, como los ojos, reflejan lo que pasa en el pecho. Respiro así también, pero estos son trancazos moderados, regulados. Los brazos, los hombros, el cuello, la cara, la mandíbula, el cuero cabelludo y el cerebro también están tiesos. Sí, el cerebro puede estar tieso o relajado, también estoy segura de eso, y de eso dependen muchas cosas, como la visión o la comprensión. Incluso la compasión.
Tengo miedos ancestrales que imagino venir de una tatarabuela violada o azotada y de un tatarabuelo feroz, también lleno de pavor. Tengo miedos de infancia, de ver y sentir el maltrato materno, que a su vez es producto de un terror profundo; de ver y sentir el miedo de mis hermanas; de ver y sentir el pavor de mi papá, un niño grande, triplemente huérfano; de absorber el miedo de mis profesoras y de mis compañeras de colegio, a la vez asustadas por sus jefes, por sus padres, por sus hermanos mayores o por sus vecinos traquetos. Tengo miedos de adolescencia, miedos de juventud, miedos de ahora, miedos de mañana y de otras vidas por venir. Le tengo miedo al miedo y a la locura, y eso es la locura. Le tengo pavor al amor, que es al antídoto contra el miedo, dicen los sabios. Y aquí viene lo más retorcido del asunto: el miedo me ofusca al punto de transformar, en mi imaginación, los refugios verdaderos en peligros inminentes. Los refugios verdaderos, esos que esta sociedad de la autoayuda nos tiene vetados, porque la fragilidad humana es despreciable y debemos «pararnos sobre nuestras propias piernas», «resolver nuestros traumas de infancia», aprender a nadar solos, sin flotador, en el mar abierto en medio de una tormenta, para poder siquiera aspirar a un amor «sano», un amor que no se base en la necesidad, ni en el temor, ni en las carencias, ni en las tripas. ¡Mucho menos en las tripas!, las tripas son despreciables; antes de oírlas hay que analizarse, racionalizarse, deconstruirse y volverse a construir, con suerte, para entregarse con dignidad al amor, cuando ya no haya nada y estemos viejos, o muertos. A quién se le puede ocurrir que el ser humano tenga derecho a las carencias y a vivir en función de ellas. Cómo se nos ocurre ser tan pusilánimes. Hoy en día lo pusilánime no es huirle a la vida, sino entregarse a ella. Pero la verdad es que estoy siendo un poco deshonesta en este párrafo: yo no habría podido nombrar el miedo sin antes pasar por el infierno de negar mi vulnerabilidad e intentar pararme obstinada y ciegamente sobre mis propias piernas, con el fin de ganarme, de una buena vez, el derecho a amar a alguien de verdad.
Ahora estoy cansada: mis piernas son fuertes, pero no tanto. El mundo es
un lugar peligroso y bello, quiero vivirlo así como es, no a través de un
filtro de supuesta independencia. Como si un día fuera a llegar la gloria y
desaparecieran los temores y las angustias de mi cuerpo. Como si ese día yo por
fin fuera digna de dar y recibir amor. Aspirar neuróticamente a la
independencia es negar la condición humana: tenemos una necesidad compulsiva de
comunicación, de unión, justamente porque tenemos mucho miedo y está prohibido
tenerlo. Porque queremos oír los gritos de los otros, abrazarlos y que nos abracen,
así sea con palabras. Porque lo necesitamos, porque dependemos de los árboles,
del agua, del aire, del sol, de los otros micos que son como nosotros y
sienten como nosotros, de la tierra, de la gravedad: «La gravedad es
la medicina de la Tierra», la gravedad es renuncia, es rendición, es apego, es
entrega al apego, si queremos.
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Mi novio me regaló un ejemplar bellísimo del diccionario. Además, me
recomendó un texto sobre el feminismo que me hace sentir menos miedo
justamente porque habla del miedo. Él me da más y más razones para
amarlo, todos los días, como si fueran necesarias las razones. Como si no lo
amara hace mucho tiempo, porque así pasó, porque descubrí su amor y su
belleza un día, de un momento a otro, como quien se topa con un árbol
imponente. Por más explicaciones que haya para su belleza, ese árbol lo
conquista a uno simplemente por estar ahí, por existir y ser lo que es, ensimismado
y generoso al mismo tiempo. Yo no dudaría en dejarme acoger por la sombra amena de ese árbol, aunque hubiera muchos riesgos eventuales.
El texto sobre el feminismo dice muchas cosas atinadas, pero hubo dos
que me quedaron sonando más. Por un lado, las mujeres estamos atemorizadas y
exhaustas (si así estamos ahora, que tenemos derechos, no me quiero imaginar lo
que sentían las abuelas de mis abuelas). «We walk down the street at night with our keys clutched between our
fingers, as a weapon.» Nada más que agregar.
Por otro lado, el feminismo solo tiene sentido si los hombres también lo
acogen, se solidarizan y perciben la violencia innecesaria con que el machismo
los ha criado, el miedo que les infunde y lo exhaustos que los tiene, después
de tantas prohibiciones, sobre todo emocionales. Este es un camino que tenemos
que andar juntos; si el nombre les incomoda, podemos cambiárselo con el tiempo,
aunque la autora sugiere otra alternativa más inteligente para este problema.
Los invito a leerla aquí, queridos y contados visitantes que llegaron al final
de este escrito.
Muy bonita esta entrada. Gracias!
ResponderEliminarQué cosa tan hermosa.
ResponderEliminarTe quiero, Ana.
EliminarYo a ti. ❤
EliminarGracias a ti, Carolina. Un abrazo.
ResponderEliminarQué bueno volver a leerte. Yo, que andaba tan ausente. Qué lindo texto, me leí en varias partes. Gracias.
ResponderEliminarGracias a vos, Mónica.
EliminarQué bello, Ángela. Un abrazo!!
ResponderEliminarUn abrazo, Diana. Gracias por pasar.
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