Agência Pública, medio brasileño dedicado al periodismo de investigación, publicó ayer este reportaje sobre desapariciones en Río de Janeiro. La investigación fue financiada a través de crowdfunding.
Es un tema que me impresiona y cuestiona. Tanto en Río como en Colombia he presenciado y me he beneficiado con los logros en materia de seguridad de los respectivos gobiernos. Pero también he ido descubriendo los claroscuros de estos avances y cifras esperanzadoras. El tema es muy complicado y estoy a años luz de sentirme informada, tanto en un caso como en el otro. Me parece importante leer este reportaje, así sea solamente para hacerse consciente de la complejidad del tema o darle algo de crédito al poder de las movilizaciones ciudadanas.
Lo que sigue es una primera traducción del texto completo:
Desaparecidos
y olvidados
En julio del año pasado, un gritó retumbó en la mayor
favela de la Zona Sur de Río de Janeiro y traspasó fronteras. Como si viniera
de parlantes de la radio-poste de Rocinha, el clamor de la viuda del albañil desparecido a manos
de la policía se multiplicó en las protestas callejeras, que sacudían al país
desde junio, y conquistó las redes sociales.
«¿Dónde está Amarildo?», el mundo empezó a preguntarse, como si lo
conociera del bar de Julio, en la parte baja de la comunidad. Con la presión de
la sociedad, las investigaciones continuaron. Al final revelaron que el marido
de Elisabete Gomes, trabajador y padre de 7 hijos, fue torturado y asesinado
por los policías de la Unidad de Policía Pacificadora (UPP) de Rocinha.
Los 25 policías acusados de participación en las torturas que condujeron
a la muerte de Amarildo comenzaron a ser juzgados este mes. Su cuerpo, sin
embargo, continúa desaparecido. Aun así el desenlace es una rareza entre los
casos de desaparición en Río de Janeiro: muchos ni siquiera son investigados.
El caso de Amarildo fue el único que ganó visibilidad entre las 6.034
desapariciones contabilizadas entre noviembre de 2012 y octubre de 2013, por el
Instituto de Seguridad
Pública (ISP) —no hay datos más recientes disponibles—. Desde el primer año del
gobierno de Sérgio Cabral, las estadísticas del ISP (vinculado a la Secretaría
de Seguridad Pública de Río de Janeiro) apuntan a casi 40 mil desaparecidos.
Además de la fragilidad de las investigaciones policiales, la desaparición
del albañil, denunciada por Elisabete, sacó a la luz pública la violencia
encubierta por el entusiasmo despertado por las Unidades de Policía
Pacificadora (UPP), creadas desde noviembre de 2008, con la promesa de «pacificar» las favelas
cariocas, martirizadas por el crimen organizado y la policía.
«Yo no voy a parar de gritar, dejar esto impune. Ya que ellos (los
acusados del crimen) están en la m…, ¿por qué no dicen de una vez dónde está mi
marido? La familia de Amarildo no es fácil. No nos vamos a callar. Aun si mi
marido fuera traficante, no lo tenían que matar, tenían que arrestarlo», afirma
Elisabete, las palabras atropelladas por la velocidad del habla, que es su arma
desde la desaparición de Amarildo. Entre más gente oiga lo que ella dice,
mejor. «Al otro día yo ya estaba donde Wagner Montes (programa radial de la
Record), en la Globo, en todos lados», cuenta.
Dedo
acusador sobre la policía
Desde
el 15 de julio, Bete insiste: su marido desapareció a manos de policías de la
UPP, instalada 10 meses antes para sustituir la dominación territorial del
tráfico de drogas en la favela Rocinha. El cotilleo para desacreditar la versión
de la mujer de Amarildo empezó ese día. El
soldado Douglas Vital, responsable por el abordaje agresivo al albañil, dijo
que no conocía a Amarildo y que lo había confundido con un traficante llamado
Guinho —aunque ya había arrestado a uno de sus hijos y testigos habían
relatado que él amenazaba a Amarildo—. El comandante de la UPP, mayor Edson
Santos, dijo que el albañil había sido liberado después de una indagación de
rutina y que había salido de la sede de la unidad por la «escalera de Dionéia» —cámaras
de seguridad no confirmaron su versión—.
El entonces delegado adjunto de la 15ª Estación de
Policía (Gávea), Ruchester Marreiros, dijo
que Amarildo y Bete prestaban servicios al tráfico y llegó a pedir prisión
para la esposa del albañil. Si de él dependiera, la investigación habría
terminado desde la primera semana, con la conclusión de que Amarildo había sido
asesinado por los traficantes, que persisten en la comunidad, como supuesto X-9
(infiltrado): en una grabación telefónica montada por los PMs, un «traficante»
asumía la culpa del crimen. Pero Bete no desistió.
«Buscamos donde todos los parientes. Fuimos a Nova
Iguaçu, Alcântara, y nada. Entonces empezamos a buscar en las estaciones de
policía», recuerda Bete mientras camina por los callejones de Rocinha, bajo las
miradas de los policías de la UPP, al lado de los tres hijos menores, que se
recusan a dejar sola a su mamá desde la desaparición del papá.
Recuerda la historia: «Llegamos a la estación y fuimos
maltratados por el delegado de allá. El delegado vino lleno de abusos conmigo.
Dijo que estábamos untados. Dijo: “Váyase, salga de aquí, vaya a buscar a su
marido en otra parte”. Después dijo: “Sólo le estoy cubriendo la espalda”. Yo
le dije: “Señor, estoy buscando a mi marido, la policía se llevó a mi marido y
los documentos de él también”».
En aquel julio, Brasil, en especial Río de Janeiro,
vivía una ola de protestas, reclamando principalmente ciudadanía. La violencia
de los agentes del estado contra un negro, habitante de favela, tantas veces
repetida, esta vez fue cobrada en las calles por una multitud indignada. El
gobierno tuvo que darle prioridad al caso. Fue cuando el entonces delegado
titular de la 15ª Estación de Policía
(DP, en portugués), Orlando Zaccone (hoy en la 30ª DP –Marechal Hermes) cambió el rumbo de las
investigaciones. El crimen comenzó a ser indagado como asesinato y el caso pasó
después para la División de Homicidios (DH).
En la división especializada, los
investigadores concluyeron que el albañil fue torturado dentro de la propia
sede de la UPP. Las «técnicas» utilizadas incluían asfixia con bolsa
plástica en la cabeza, choque eléctrico en la planta de los pies mojados y
ahogos en el sanitario.
Más grave: esos «métodos» eran usados habitualmente
contra «sospechosos» en la unidad comandada por el mayor Edson Santos, ex
agente del Batallón de Operaciones Especiales (Bope), de acuerdo a las
declaraciones de 22 personas que sobrevivieron a las torturas, anexadas a la
investigación de más de 2,6 mil páginas sobre el caso Amarildo.
La resistencia de los policías acusados a decir dónde
está el cuerpo de Amarildo también llamó la atención de especialistas en
violencia sobre un fenómeno cada vez más nítido en Río de Janeiro: el
crecimiento del número de desapariciones, que algunos relacionan con otro
índice alterado que, a su vez, está cayendo: el registro de muertes provocadas
por policías.
El
sube y baja del crimen
El Instituto de Seguridad Pública (ISP) del estado de Río
de Janeiro reconoce que la desaparición de personas asumió tendencia de alza
desde principios de los años 1990. En 1991 fueron registrados 2.616 casos. En
2003, el número subió a 4.800 desaparecidos, y después de una caída del 19,4%
en el gobierno de Rosinha Garotinho —fueron 3.877 en 2006—, recuperó el aliento
en el gobierno Cabral, cuando las desapariciones aumentaron un 32%.
Por otro lado, las cifras del ISP referentes a
homicidios dolosos cayeron prácticamente en la misma medida: 35% (de 6.133
casos, en 2007, a 4.543 de noviembre de 2012 a octubre de 2013). Y la caída es aún
mayor cuando se examinan las tasas de autos de resistencia (muertes de civiles
en confrontaciones con policías) en comparación con los mismos períodos: 72%
(de 1.330, en 2007, a 402 casos entre 2012 y 2013).
En 2009, el ISP realizó una investigación para verificar
si —y en cuántos casos— las desapariciones podían estar encubriendo homicidios —practicados
por policías o no-policías— a través de ocultación de cadáver. Las conclusiones
minimizaron la importancia del fenómeno: según el instituto de investigación de
la Secretaría de Seguridad Pública de Río de Janeiro, con poco más de 400
familiares de desaparecidos contactados por teléfono, el 71% de los
desaparecidos ya había retornado a casa y solamente el 7% fue encontrado
muerto; el 15% jamás fue visto nuevamente, vivo o muerto.
Como los crímenes no fueron investigados, poco se sabe
además de esas cifras obtenidas en un estudio que «presenta algunas
limitaciones metodológicas, como una muestra pequeña y un contacto con los
denunciantes hecho por vía telefónica», como explica el sociólogo Ignacio Cano,
sociólogo coordinador del Laboratorio de Análisis de la Violencia de la
Universidad Estadual de Río de Janeiro (UERJ).
Oscuras
estadísticas
Aun así, las especulaciones de que las desapariciones
estarían encubriendo crímenes ganan fuerza. Incluso porque, un año antes de la
investigación, la antropóloga Ana Paula Miranda, ex directora del ISP, había
afirmado en el diario O Estado de S.
Paulo que «el gobierno no contabilizaba autos de resistencia en la suma
final de homicidios dolosos» y que «algunos casos que son claramente homicidios
[los casos] estaban siendo registrados como encuentro de cadáveres y osamentas».
El sociólogo Glaúcio Soares, que comandó el estudio de 2009, publicó en ese
entonces un
artículo en el diario O Globo
descalificando la hipótesis, diciendo que las estadísticas fluminenses no eran
más altas que las de otros países y que los homicidios y desapariciones «no
eran harina del mismo costal».
La dificultad para obtener números oficiales
confiables, sin embargo, sigue siendo un obstáculo para los que se disponen a
profundizar las investigaciones sobre el tema. «Es necesario hacer mucho
trabajo de campo porque esos datos en sí no van decir nada. La propia forma de
los registros, las denuncias, no dicen mucho. Estas ya son hechas intencionalmente
para no dejar pistas de las cosas», opina el sociólogo Fábio Araújo, que en
2012 presentó una tesis de doctorado en la Universidad Federal de Río de
Janeiro (UFRJ) sobre desapariciones forzadas.
Otro motivo para la desconfianza de los investigadores
respecto a las estadísticas policiales es el hecho de que las caídas de
homicidios y autos de resistencia están entre las metas del programa de
reducción de la criminalidad de la Secretaría de Seguridad Pública del estado.
Cuando la llamada «letalidad violenta» cae, hay una bonificación en dinero para
los miembros de batallones de la policía militar y delegaciones de la policía
civil. Según la Secretaría de Planeación y Gestión, la transferencia total en
2013 fue de R$ 59’862.142,64, distribuidos entre 8.036 servidores.
«Naturalmente, quien va ser evaluado no puede producir
solo esta información, tiene que haber algún otro esquema para garantizar que
la información sea fidedigna, muchas veces el interés de la estación puede ser
no registrar», dice el economista Daniel Cerqueira que se volcó sobre las
estadísticas de muertes violentas para realizar una investigación para el
Instituto de Investigaciones y Análisis (Ipea, en portugués). «No es una hipótesis
de manipulación del sistema (de datos), sino una hipótesis de manipulación del
ser humano. Es algo hasta natural si nos ponemos a pensar que la persona está
trabajando para ganar más adelante», pondera.
En la investigación Muertes violentas no esclarecidas e impunidad en Río de Janeiro,
Cerqueira cruzó los datos del ISP y del Sistema de Información sobre Mortalidad
(SIM), del Ministerio de Salud —considerados internacionalmente como más
confiables—. Toda muerte violenta cuya causa no sea elucidada en el momento y
comunicada al SIM debe generar una investigación con participación de legistas
y de la policía, que entonces concluirá si fue o no fruto de crimen. Según
Cerqueira, sin embargo, desde 2007 el gobierno Cabral dificulta la entrega de
informaciones de las autoridades policiales a las de salud, haciendo crecer los
casos calificados como muertes sin causa esclarecida.
«Los datos empezaron a perder mucha calidad. Muchas
muertes por arma de fuego quedan registradas en el SIM como muertes violentas
de causa indeterminada», explica el investigador, que considera esas muertes
violentas como «homicidios ocultos».
Los números son significativos. Aunque el número de
homicidios haya permanecido estable entre 2006 y 2009, las muertes violentas de
causa indeterminada correspondían al 62,5% del número total de muertes registradas
en 2009 en el SIM. En números absolutos, eso significa que 3.165 homicidios
dejaron de ser incluidos en las estadísticas del ISP de ese año.
Por otro lado, Río de Janeiro es el campeón brasileño
en número de muertes violentas indeterminadas. En los registros de São Paulo,
por ejemplo, la tasa de esas muertes pasó de 11 por 100 mil habitantes entre
2000 y 2006 a 6 por 100 mil habitantes entre 2007 y 2009, igual al promedio
nacional. En Río, en los mismos periodos, esa tasa subió de 12 a 22 por 100 mil
habitantes.
El ISP respondió a las conclusiones del Ipea con una
nota. «Los bancos de datos de la Secretaría de Estado de Seguridad, compilados
por el Instituto de Seguridad Pública (ISP), son distintos en su finalidad, temporalidad
y categorización de los datos. Por eso, cualquier comparación entre los bancos
de datos de la Seguridad y de la Salud que no considere esas diferencias tendrá
como resultado conclusiones equivocadas».
Ajeno a la discusión estadística, el abogado João
Tancredo, que representa a la familia de Amarildo ante la Justicia, conoce bien
los crímenes cometidos por policías en Rio de Janeiro. Hace años acompaña casos
que envuelven violencia de agentes del Estado —dentro y fuera del expediente—
contra la población y no tiene dudas: el aumento de las desapariciones está
íntimamente relacionado con la disminución de los homicidios causados por la
policía.
«Para mí, el auto de resistencia hoy en día se ha
convertido en desaparición. ¿Por qué? El auto tiene los nombres de las víctimas
y de los policías militares. Si la familia (de la víctima) toma providencias,
la sociedad civil se moviliza y el PM que mató a alguien de forma cobarde va
para la cárcel. Para el gobierno del estado es mejor tener la apariencia de
paz. El aumento de las desapariciones tiene sentido en esta idea. Las
desapariciones no tienen autor», pondera.
Tancredo también conoce bien la actuación de las
milicias formadas mayoritariamente por policías «justicieros» y corruptos. En
2008, como presidente del Instituto de Defensores de los Derechos Humanos
(IDDH), su carro —blindado— llegó a recibir cuatro tiros al investigar una
denuncia de moradores de la favela Furquim Mendes sobre un policía que estaba
cometiendo crímenes en la región: conocido entonces como «Predador», un
miliciano.
En
la cuna de las milicias
Los policías de Campo Grande, en la Zona Oeste de Rio
de Janeiro, están entre los que más de beneficiaron de la bonificación por la
caída en las estadísticas de «letalidad violenta» el año pasado: la región tuvo
el segundo mejor resultado del estado, atrás solamente de la pequeña Barra do
Piraí, en el interior del estado. En diciembre, el gobierno anunció que cada
policía de la región recibiría R$ 9 mil más en el cheque de pago por el
cumplimiento de la meta.
De hecho, los homicidios cayeron bastante por esos
lados. En 2011, fueron registrados 149; en 2012, 106 casos, y solamente 60
homicidios constan en los datos disponibles de los últimos 12 meses (seis de
ellos registrados como autos de resistencia), correspondiendo a una caída del
60%. Pero las desapariciones aumentaron. Pasaron de 212 a 249 entre 2011 y 2012
y ya suman 278 casos en los últimos 12 meses. Es la delegación que más registra
desapariciones en el estado.
Campo Grande es conocido por moradores y especialistas
como la cuna de las milicias, que continúan actuando con la mayor desenvoltura
a través de la cobranza de tasas a la población: para autorizar la circulación
de vans, de los camiones del gas,
instalar TV a cable pirata y, claro, ofrecer «servicios de seguridad». Esos «servicios» incluyen dar fin a «sospechosos»
de pequeños crímenes o de importunar el orden local.
«Muchas de las milicias son formadas por policías en
actividad. Los turnos de la PM son de 24 horas de trabajo por 72 horas de
descanso. Durante estas 72 horas de descanso, el PM se vuelve miliciano. Es la
entrada adicional. El objetivo de la milicia es desaparecer marginales», dice
el sociólogo Michel Misse, coordinador del Núcleo de Estudios de Ciudadanía,
Conflicto y Violencia Urbana de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ)
y autor del libro Cuando la policía mata.
El 31 de julio de 2012, Donício Alves Vianna Júnior,
conocido como Dony y morador de la comunidad de Bel Clima, en Campo Grande,
desapareció. Esa noche, iba a salir con su primo y con la cantante Anitta, que
todavía no le había caído en gracia al público, solamente a la labia de Don
Juan de Bel Clima, con quien tenía un affair.
Todo lo que se descubrió sobre la desaparición del muchacho de 22 años,
almacenista de una empresa que prestaba servicios para Michelin, es que fue
rendido esa noche alrededor de las 9:30 por un grupo de cuatro hombres.
Fui a visitar a la familia de Dony en Bel Clima, una
de las grandes islas de pobreza que se encuentran en ese barrio de clase media,
como hay en todos los lugares de Río de Janeiro. En plena tarde calurosa de
enero, la plaza estaba iluminada por el sol incandescente del verano y los
niños jugaban despreocupados en los juegos del play. Además, como recuerdan sus familiares, la plaza donde Dony
despareció es muy frecuentada, incluso por la noche. Aun así los secuestradores
no se intimidaron.
«Dicen que aquí no hay milicia, pero sí hay. Es
incluso peor que otro lugares porque aquí no se nota tanto», dice Robson da
Silva Heringer, primo y mejor amigo de Dony. Antes de la desaparición, los dos eran uña y
mugre, compartían secretos. Robson cuenta que Dony firmó su sentencia de muerte
al involucrarse con la amante de uno de los jefes de la milicia, su vecino. «El
pelado era “pintoso”. Y era pesado. Íbamos para el Camaleão (discoteca), al
lado del RioCentro, y él se las comía a todas. Se la pasaba todo el día
hablando de mujeres», cuenta el primo mientras conversamos en el lugar donde el
muchacho desapareció. «Donde él llegaba se juntaba un mundo de gente alrededor,
¿no? La mayoría de las amistades era con mujeres», concuerda la mamá de Dony,
Vera Lúcia Vianna, con algo de orgullo.
Dony conoció a Eva de su Paraíso semanas antes de
desaparecer, en el salón donde se cortaba el pelo, cerca de ahí. Comentó con el
primo que la mona se le estaba insinuando. Le pregunto a Robson si el primo
sabía que la muchacha estaba enredada con un miliciano. «Creo que no. Si él
supiera, no sería tan bruto. Mujeres es lo que hay por ahí», responde Robson.
En la emboscada, los milicianos le dieron puñetazos,
bofetadas y lo amenazaron con un fusil. Por lo menos uno de ellos vestía una
camisa gris donde se leía “POLICÍA CIVIL”. Entraron en su carro y lo obligaron
a conducir sin rumbo.
Sin dormir, tras estar buscándolo por dos días, la
familia fue al Instituto de Medicina Legal, visitaron favelas, escudriñaron
matorrales en la zona oeste, conocidos como lugares de «desecho» de los
milicianos. «Recorrimos todo eso en busca de mi hijo. Entré en todas las
favelas. A la media noche estaba en esa de Cosmos», cuenta Vera Lúcia con la
voz cansada y la mirada perdida en el tatuaje que se hizo en el brazo para el
hijo.
Cosmos es una localidad que rima con milicia. Allá los
integrantes de estos bandos andan con un arma en la mano y mujeres, bebidas o «vagabundos»
en el otro brazo. «Todo Campo Grande es de la gente de Cosmos», explica Robson.
«Cosmos es el cuartel general de ellos», dice el papá de Dony.
El Fiat Siena negro que Dony dirigía apareció una vez
después de su desaparición. Otro primo del muchacho persiguió en moto el
vehículo que rodaba a alta velocidad por las avenidas de Campo Grande. Patinó
en una curva, se cayó, se hirió el brazo, y nunca más volvieron a ver el carro.
Según la indagación abierta para investigar el caso,
no había policías civiles envueltos, pero sí cuatro policías militares del 27º
(Santa Cruz) y 40º (Campo Grande) batallones, que fueron encarcelados. Dos
cómplices y la mona continúan forajidos. Mientras conversamos en la acera,
Robson señala un Renault Sandero con vidrios oscuros que, según él, fue el
carro que abordó a Dony el día del crimen. Uno de los sospechosos estaría ahí
dentro, dice él.
«Ellos regaron cámaras por todas partes, ya deben
haber visto que estamos conversando», dice Robson. El carro pasa lentamente,
parece que a no más de 5 km/h. No es posible ver quién está dentro del vehículo
debido a los filtros en las ventanas del carro, más oscuros que lo permitido
por ley.
Para
el delegado, hecho aislado
El delegado de la 35ª DP (Campo Grande), Marcus
Drucker Brandão, encargado de la investigación, me recibe en el escritorio casi
desprovisto de mobiliario, ocupado por una mesa cubierta de pilas de papel.
Arrastro una silla para escucharlo. Él comienza por incriminar a la víctima
que, según él, estaba «haciendo curso preparatorio para el crimen». «Un
testigo cuenta que él había conducido el carro para que otro colega intentara
matar a un miliciano», dice.
Después dijo que le caso de Dony es «un hecho aislado»
en el barrio que, según él, ya no tiene las milicias formadas mayoritariamente
por policías. «Hoy en día estos grupos son lo que en Estados Unidos llaman gangs. La gran mayoría de los policías y
ex policías que comandaban las milicias están presos. En este vacío de poder
del crimen, ellos fueron sustituidos por civiles. El problema es que, por
continuar siendo llamadas milicias, ellas pasan una condición oficial, u
oficiosa, para la comunidad», discurre.
Según la Secretaría de Seguridad Pública del Estado,
que destacó la Delegación de Represión a Acciones Criminales y Organizadas e
Investigaciones Especiales (Draco-IE) para combatir a las milicias, entre 2007
y 2013, 857 milicianos fueron arrestados, frente a apenas cinco en 2006.
Brandão también dijo que la mayor parte de las
desapariciones es de gente que pierde el camino a casa por su propia voluntad. «Hay
muchas familias desestructuradas en la región».
No es esa la realidad a la que apuntan las
investigaciones académicas. Según un estudio reciente de la antropóloga Alba
Zaluar, del Instituto de Estudios Sociales y Políticos (Iesp) de la UERJ, en
conjunto con Christovam Barcellos, de la Fiocruz, la milicia domina 454 de las
1001 favelas localizadas en el municipio de Río de Janeiro; el equivalente al
45%.
«Allá (en Campo Grande) están las milicias. Allá
también estaba la mayor tasa de homicidios del municipio. Es la milicia la que
está matando. ¿Investigar qué? ¿Comenzar por dónde? Los milicianos entierran en
el monte y se acabó. Las familias tienen miedo. Lo máximo que ellas hacen es
registrar la desaparición, cuando lo hacen. Muchas desapariciones ni siquiera
se registran. Creo incluso que la mayoría de las desapariciones son, en
realidad, asesinatos no notificados», opina Misse.
Con él está de acuerdo Ignácio Cano, autor del libro No Sapatinho, sobre la evolución de los
grupos paramilitares en Río de Janeiro: «A pesar de que el número de denuncias
ha caído desde 2009, la represión no logró desarticularlas (a las milicias).
Hay indicios de que continúan actuando normalmente», afirma.
En su estudio, Cano propuso un modelo estadístico
cruzando datos de denuncias contra milicias y registros de desapariciones y
homicidios hasta 2011. Para él, quedó establecida la conexión entre las
desapariciones en Campo Grande y los grupos paramilitares de la región. «Ellas
están matando menos, pero están siendo más discretas en sus homicidios,
recurriendo a la desaparición de personas como alternativa. Los registros
oficiales de desapariciones, a pesar de sus limitaciones, parecen confirmar una
tendencia de aumento de casos en lugares y momentos en que la milicia está más
presente».
Hay habitantes de Campo Grande que aprueban y otros
que temen a la actuación de las milicias. Uno de ellos, ex compañero de escuela
de algunos milicianos que actúan con alias de personajes del videojuego Street Fighter, describe con rigor y
cierta fascinación uno de los métodos utilizados por los criminales para
desaparecer gente. «Ellos hacen un corte desde el cuello hasta el ombligo y
retiran las vísceras de la persona. Después la arrojan al río Guandu. Sin las
vísceras, el cuerpo no flota, se hunde”.
El río, que pasa por Campo Grande y desagua en la
Bacía de Sepetiba, es donde está localizada la Estación de Tratamiento de Agua
(ETA) Guandu. La Compañía Estadual de
Aguas y Residuos (CEDAE, en portugués) se enorgullece de la construcción: es la
mayor del mundo, reconocida por el Guinness, el libro de los récords. Un
funcionario de la empresa comenta que no hay día en que no saquen un cadáver de
la malla de la ETA Guandu directo para el IML. Desde 1955, sale de ahí el agua
que abastece toda la ciudad de Río de Janeiro y buena parte de la Baixada
Fluminense. El líquido gotea de los grifos insípido, incoloro, con olor a
muerte.
En
la mira del tráfico
Otro
caso de desaparición investigado en ese reportaje es el de Felipe Rodrigo
Pinheiro Venâncio, el día 22 de noviembre de 2008, en Duque de Caxias. Felipe
vivía en la Cruzada de São Sebastião, una isla de pobreza en el corazón de
Leblon, el barrio con el metro cuadrado más caro de Brasil. Construido en 1955
para acoger a los habitantes desplazados de la favela Praia do Pinto, el
conjunto habitacional tiene 10 edificios de 945 apartamentos construidos en un
estándar muy inferior al de los edificios vecinos.
Pero al muchacho de 20 años le gustaba quedarse en el
apartamento donde vivía, en el bloque 5. Solo salía de ahí para darse una
pasada por el bar del lado o para visitar familiares en Jacarepaguá, en la zona
oeste de la ciudad. El día fatídico, a disgusto de su mamá, Gracilea de
Alcântara Piheiro, cedió al pedido de la novia de pasar la noche de sábado con
ella en Nova Campina, en la Baixada Fluminense. La suegra estaba cumpliendo
años. Según relatos, fue la última fiesta en la que el joven participó en la
vida.
Al día siguiente, el teléfono de la casa de la mamá de
Rodrigo timbró alrededor de las 4:00 pm. Su hermana, Patrícia, contestó. «¡Mi
hermano no! ¡Mi hermano no!», repetía, antes de desmayarse. Al otro lado de la
línea, la novia del joven, Juliana, decía que Felipe había sido raptado por
tres hombres mientras jugaba fútbol en un campo al lado del Brizolao, una
escuela de Nova Campina, construida durante el mandato del finado gobernado. Y
colgó.
Sin el teléfono o dirección de la novia, la familia de
Rodrigo penó al iniciar la búsqueda. En la estación de policía, solo aceptaron
registrar la denuncia el 25, tres días después de la desaparición. «En todas
partes solo les faltaba decir que yo era mentirosa. El inspector que nos
atendió dijo: “Esta historia está muy mal contada”. Yo no podía inventar otra
historia porque fue la que Juliana nos pasó por teléfono. Ella no habló
personalmente con nosotros», cuenta la madre.
Frente a la familia, la policía atacaba a la víctima,
un joven negro habitante de una comunidad donde se sabe que existe tráfico de
drogas, consumidor ocasional de marihuana. Todo vale para evitar una
investigación profunda, como descubriría después la familia de Amarildo.
«Ellos creen que los hijos de pobres son todos
traficantes, no puede estudiar, formarse. Entonces si pasa algo es porque es
vagabundo», afirma la hermana del desaparecido. «Nadie podía decir que era
traficante. No tenía registro en la policía ni nada. Y así fuera, él es un
ciudadano».
En declaración ante el delegado, Juliana y su papá
dijeron que no sabían quién podía haberse llevado a Felipe. Una semana después
de la desaparición, sin embargo, el papá de Juliana apareció en la Cruzada con
toda la ropa que Rodrigo había llevado a Nova Campina: una camiseta azul clara,
pantalón beige, una bermuda, un par de tenis, medias y hasta calzoncillos.
También devolvió los documentos del joven.
Muertes
inconclusas
Una orden de la policía civil de Río de Janeiro de
febrero de 2013 comenzó a exigir que las estaciones envíen los casos de
desaparición no solucionados dentro del plazo de 15 días a la Sección de
Descubierta de Paraderos de la División de Homicidios; la misma que investigó
la desaparición de Amarildo. No obstante, no siempre se respeta la norma; otras
veces, la sección que no logra dar cuenta de la demanda.
Después de una presión de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, el Senado aprobó un proyecto de ley para tipificar las
desapariciones forzadas y transformarlas en crímenes. La votación ocurrió poco
después del caso Amarildo. Si es aprobado también por la Cámara de Diputados,
la práctica será incluida en el rol de los crímenes hediondos. La pena de
prisión puede variar de 6 a 40 años. Mientras tanto, prevalece el abandono de
los casos.
Amarildo estaba construyendo un cuarto para las hijas
en la barraca donde él vivía. Le prometió a Milena, de seis años, que no se iba
a morir antes de terminar la obra. El día en el que Dony despareció fue su
último día de trabajo como almacenista. Al día siguiente empezaría en un nuevo
empleo, mejor remunerado. Felipe solo quería andar en moto por ahí con la
novia.
Son muertes inconclusas. Hay días que los familiares
sueñan el regreso de los desaparecidos con vida, cargando los ladrillos de la
obra, volviendo del trabajo o subidos en una moto. Otros días, solo quisieran
poder enterrarlos con dignidad, siete palmos de paz, el fin de la angustia.
«¿Miedo?
Yo no tengo ni un poco», dice la mamá de Dony, que se mudó de Campo Grande para
el barrio vecino de Bangu para evitar el lugar donde su hijo fue visto por
última vez. «Yo quiero hablar con quien hizo eso cara a cara. Él me
quitó lo más importante de mi vida. Si me matara, me estaría haciendo hasta un
favor. A mí solo me gustaría tener el placer de decir “¿usted no tiene hijo,
canalla? Usted le quitó la vida a mi hijo tan joven. Usted no debe saber amar”».
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